Sí, todavía existen misioneros. Los que están en vías de extinción, en realidad, son los emponchados de sotana negra con anteojos redonditos, barba, bonete o casco colonial, cazadores de paganos, perdonavidas de otras religiones, máquinas de convertir y bautizar todo lo que se mueve. Al museo ya fueron a parar los eternos constructores de iglesias, los domadores de tigres y los perseguidores de brujas, caníbales y serpientes.
El misionero actual es un tipo que continúa abriendo caminos, yendo a lugares donde otros no van, para decirle al otro, al que vive lejos, al que para mucha gente no existe y que cree estar solo en el planeta: “¡Encantado de conocerte! Si me permites, quisiera recorrer una parte del camino contigo. Talvez descubramos que somos parientes…” Luego se intercambian regalos, se familiarizan. El otro cuenta su historia, el misionero, la suya. Uno habla de su fe, de sus creencias, el misionero cuenta las suyas. Se realizan intercambios. Se escuchan recíprocamente. Poco a poco uno se transforma. Se produce un cambio y una comunión.
El misionero es, en primer término y ante todo, el amigo de todo el mundo, amigo del diferente, del otro. Respeta las fronteras, los colores, las banderas y aunque tenga también una patria, una lengua, una familia, un nombre, su verdadera patria es de todas las lenguas, de todas las razas, de todas las religiones y de todas las naciones. Deja su país para ir a vivir lo del otro, con el otro, y hacer de puente entre ese mundo y el suyo, entre el mundo del otro y el mundo entero. Es ante todo un ser humano entre los humanos. Un humano feliz de encontrar y de conocer otros seres diferentes pero tan humanos como él, y es feliz de compartir su vida con ellos, de aprender a ver con sus ojos, a sentir con sus corazones, a soñar y festejar con ellos.
Él habla de Jesús ciertamente por medio de la palabra, pero sobre todo por lo que él es, y a menudo sólo así. Imbuido del espíritu de Jesús, que esto es lo importante, compenetrado con su mentalidad, es decir su manera de ver y de sentir a las personas y a las cosas, se acerca al otro como lo haría Jesús: con mucho respeto y vivo interés, con atención, pasión y compasión, sin prejuicios, sin miedo, sin preconceptos condicionados por ninguna ley, por ninguna ideología, ninguna religión. Dándole al otro la oportunidad de ser él mismo… sin, por ello, abandonar el propio misterio, confundiéndose con él o mimetizándolo como para mejor engañarlo.
Lo habita una sola certeza, la de saber que este mundo podrá superar sus inmensos problemas y salvar su humanidad sólo si las seis o siete mil millones de personas que lo componen empiezan desde ya a acercarse seriamente unas a otras, se miran, se escuchan, se hablan, se respetan, se apoyan, se aman y se complementan. Saber que sólo tiene porvenir el mundo en el que cada persona encuentre su lugar y su parte, y en donde la misma tierra sea tratada con ternura. Saber que ese mundo es posible, que aún está en marcha, y que es él que va a prevalecer tarde o temprano, no importa si dentro de 100 o de un millón de años. Saber que todas las fuerzas que se oponen a ese mundo terminarán por debilitarse y morir, y que la vida finalmente triunfará sobre la muerte.
Ser misionero en el mundo de hoy es compartir con millones de personas de buena voluntad esa visión empedernidamente optimista sobre el futuro de la humanidad y su planeta, a la manera de ese hombre llamado Jesús que por anticipación vivía ya su renacer aún cuando la máquina que le iba a hacer trizas se le venía encima.