martes, 25 de mayo de 2010

¿TODAVIA HAY MISIONEROS?

Reynaldo Diez, filipino, misionero laico de la SME anima en Camboya una granja/escuela para humildes campesinos de la zona de Angkor, cuyos padres o abuelos han sobrevivdo por milagro al genocidio de los Khmer Rojos.



Sí, todavía existen misioneros. Los que están en vías de extinción, en realidad, son los emponchados de sotana negra con anteojos redonditos, barba, bonete o casco colonial, cazadores de paganos, perdonavidas de otras religiones, máquinas de convertir y bautizar todo lo que se mueve. Al museo ya fueron a parar los eternos constructores de iglesias, los domadores de tigres y los perseguidores de brujas, caníbales y serpientes.

El misionero actual es un tipo que continúa abriendo caminos, yendo a lugares donde otros no van, para decirle al otro, al que vive lejos, al que para mucha gente no existe y que cree estar solo en el planeta: “¡Encantado de conocerte! Si me permites, quisiera recorrer una parte del camino contigo. Talvez descubramos que somos parientes…” Luego se intercambian regalos, se familiarizan. El otro cuenta su historia, el misionero, la suya. Uno habla de su fe, de sus creencias, el misionero cuenta las suyas. Se realizan intercambios. Se escuchan recíprocamente. Poco a poco uno se transforma. Se produce un cambio y una comunión.

El misionero es, en primer término y ante todo, el amigo de todo el mundo, amigo del diferente, del otro. Respeta las fronteras, los colores, las banderas y aunque tenga también una patria, una lengua, una familia, un nombre, su verdadera patria es de todas las lenguas, de todas las razas, de todas las religiones y de todas las naciones. Deja su país para ir a vivir lo del otro, con el otro, y hacer de puente entre ese mundo y el suyo, entre el mundo del otro y el mundo entero. Es ante todo un ser humano entre los humanos. Un humano feliz de encontrar y de conocer otros seres diferentes pero tan humanos como él, y es feliz de compartir su vida con ellos, de aprender a ver con sus ojos, a sentir con sus corazones, a soñar y festejar con ellos.

Él habla de Jesús ciertamente por medio de la palabra, pero sobre todo por lo que él es, y a menudo sólo así. Imbuido del espíritu de Jesús, que esto es lo importante, compenetrado con su mentalidad, es decir su manera de ver y de sentir a las personas y a las cosas, se acerca al otro como lo haría Jesús: con mucho respeto y vivo interés, con atención, pasión y compasión, sin prejuicios, sin miedo, sin preconceptos condicionados por ninguna ley, por ninguna ideología, ninguna religión. Dándole al otro la oportunidad de ser él mismo… sin, por ello, abandonar el propio misterio, confundiéndose con él o mimetizándolo como para mejor engañarlo.

Lo habita una sola certeza, la de saber que este mundo podrá superar sus inmensos problemas y salvar su humanidad sólo si las seis o siete mil millones de personas que lo componen empiezan desde ya a acercarse seriamente unas a otras, se miran, se escuchan, se hablan, se respetan, se apoyan, se aman y se complementan. Saber que sólo tiene porvenir el mundo en el que cada persona encuentre su lugar y su parte, y en donde la misma tierra sea tratada con ternura. Saber que ese mundo es posible, que aún está en marcha, y que es él que va a prevalecer tarde o temprano, no importa si dentro de 100 o de un millón de años. Saber que todas las fuerzas que se oponen a ese mundo terminarán por debilitarse y morir, y que la vida finalmente triunfará sobre la muerte.

Ser misionero en el mundo de hoy es compartir con millones de personas de buena voluntad esa visión empedernidamente optimista sobre el futuro de la humanidad y su planeta, a la manera de ese hombre llamado Jesús que por anticipación vivía ya su renacer aún cuando la máquina que le iba a hacer trizas se le venía encima.

viernes, 23 de abril de 2010

LA CABEZA DE JUAN BAUTISTA


Mc 6, 14-29
-Padre, he matado 100 indios. Yo no sabía que estaba mal matar indios.
-¿Porqué lo hiciste?
-Para talar los árboles de sus tierras y venderlos a la Compañía Forestal.
-¿Nunca te dijo la Compañía Forestal que eso no se debía hacer?
- No, nunca. Al contrario, siempre me alentó a hacerlo.
Aguijoneado por esta información, el Padre, un misionero venido del extranjero, decide entrar en la arena. Reúne a algunos abogados y los convence de la necesidad de defender ante los tribunales los derechos de los indígenas.
Una denuncia se realiza entonces contra la Compañía Forestal. La compañía jura que de haber sabido que era ilegal matar indios, nunca lo hubiera tolerado. El tribunal cree en la buena fe de la compañía y la declara inocente. El misionero apela de este juicio ante la Corte de Primera instancia, pero obtiene el mismo veredicto. Finalmente se dirige a la Corte Suprema, que confirma los juicios anteriores.
Que la Compañía Forestal salga absuelta de toda culpa y cargo, no es sorpresa para nadie, ni para el misionero, ni para los abogados, ni para los indígenas… Porque es la misma vieja historia que se repite : la historia de Herodes, de Herodías y de Jean Bautista.
Los jueces vendidos a los intereses de la Compañía Forestal son el mismo Herodes que está servilmente sometido a los caprichos de Herodías.
Herodías, la bailarina que seduce a Herodes para que le corte la cabeza a Juan Bautista y se la regale sobre una bandeja de plata, es la Compañía Forestal.
Y Juan Bautista son los indígenas que Herodes sacrifica a los intereses de la Compañía Forestal.
Juan Bautista, el profeta, es también ese buen misionero, que arriesga su cabeza por los indígenas.
Es cierto que la Compañía Forestal no le ha cortado la cabeza al buen misionero hasta ahora, pero no escatima esfuerzos para que abandone la lucha y se marche del país.
Sabido es que, aún habiendo hecho menos que este misionero por los desposeídos de este mundo, muchos hombres y mujeres han sido arrestados, torturados, expulsados, asesinados o desaparecidos.
Pero, gracias a esos profetas, un día, todos los indígenas y explotados del mundo terminarán por salir de sus tumbas.

sábado, 20 de marzo de 2010

LA “MISIÓN” EN EL SIGLO XXI





Parto. Voy a la China, Uzbekistán, Bolivia, Burkina Faso, Tuvalu o Groenlandia. ¿Qué voy a hacer allí? Incorporar en mí mismo la belleza, la grandiosidad, la originalidad, las fuerzas y las debilidades, los sueños y las amarguras de esos pueblos, y hacerlo para que la gente de esos pueblos perciba en sus entrañas que soy uno de ellos.

¿Por qué? Porque la humanidad es una sola. Porque no es posible que sigamos ignorándonos o que sigamos mirándonos como curiosidades, como extranjeros o peor aún como enemigos o simples oportunidades para negocios. No es posible que nuestras diferencias nos alejen unos de otros en lugar de acercarnos. Porque lo que por sobre todo importa es terminar, no con las diferencias, sino con las barreras. Crear vínculos de amistad y fomentar un espíritu de fraternidad universal, romper prejuicios y derribar muros de separación. Éste es el objetivo fundamental de la misión, el que para un cristiano o una cristiana, es la propia Buena Nueva de Jesús: tú eres mi hermano, tú eres mi hermana; somos de la misma familia, de la misma casa, del mismo pueblo; nos mueve la misma utopía, nos espera el mismo destino.

Me voy, por lo tanto, como portador de la Utopía… Pero no de una utopía entendida como un mundo ideal imposible de alcanzar, sino en el sentido del “Reino” que Jesús anuncia en su Evangelio, es decir, de un mundo ideal, sí, pero posible de alcanzar. No sólo posible sino ya en marcha. Ahora y aquí. Creer en ello, abrazarlo, definir su vida en base a esa fe constituye lo genuino de la vivencia y de la misión cristiana.

No voy como explorador, cooperante o simple turista que simpatiza con el mundo. Lo mío arranca de unas experiencias fundantes de la gran aventura humana, que sufrieron la prueba del tiempo y me han llegado a través de la Biblia. Experiencias medio míticas tal vez, pero cargadas de sentido para mí como ser lo de Abraham, de Moisés, de los Profetas y de Jesús y sus discípulos. Desde joven me he nutrido de esas experiencias que me han abierto el espíritu a las profundidades del ser y señalado un horizonte de luz para mi propia vida y la de todo el mundo.

Esas experiencias han desarrollado en mí la conciencia de formar parte de un cuerpo que abarca toda la humanidad y la trasciende, un cuerpo cubierto de heridas, por cierto, pero en proceso de curación. Un cuerpo real que incluye toda la materia, el polvo de las estrellas con lo que el hombre ha sido modelado; un cuerpo que lucha por vivir, por defenderse, por alimentarse, un cuerpo con miles de cicatrices de guerras, de cataclismos, de pestes; un cuerpo con todas las pasiones y todos los amores, todas las danzas, todas las canciones de la tierra, un cuerpo próximo aún al del animal de donde procede y que está habitado por la luz del espíritu, la chispa de la poesía… obsesionado por lo divino.
Un cuerpo aspirado por el gran Cuerpo que ha vencido al odio, a la bestialidad, a la muerte… Arraigado desde lo alto en un cuerpo reconciliado en el cual ya no hay más patrones ni esclavos, ni hombres ni mujeres, ni buenos ni malos, ni puros ni impuros, ni razas superiores ni razas inferiores, sino donde sólo caben la libertad y el amor.

Echo una mirada maravillada sobre la experiencia espiritual de otras culturas y las vinculo a la mía. Tiendo puentes…